La metamorfosis, de Franz Kafka
(Gregor Samsa es el protagonista de este relato.
Vive con sus padres y con su hermana Grete y lleva cinco años trabajando en la
misma empresa, desde que el negocio de su padre quebró. En ese momento,
Gregorio tuvo que empezar a trabajar como dependiente para pagar la deuda que
sus padre tenía con su jefe y rápidamente se convirtió en viajante de comercio;
su trabajo es el único sustento de la familia. Ante su transformación, duda, no
lo cree, pero al final lo acepta. En este proceso, Gregor muestra su
preocupación por su familia, porque sabe que todos dependen de él. Busca la
aceptación de sus padres y hermana, pero sólo obtiene el rechazo por ser lo que
es. Al intentar comunicarse con los seres humanos, provoca asco, rechazo e
incomprensión, efectos que le llevarán a la muerte.)
Cuando Gregorio Samsa se despertó una mañana después de un sueño
intranquilo, se encontró sobre su cama convertido en un monstruoso insecto.
Estaba tumbado sobre su espalda dura, y en forma de caparazón y, al levantar un
poco la cabeza veía un vientre abombado, parduzco, dividido por partes duras en
forma de arco, sobre cuya protuberancia apenas podía mantenerse el cobertor, a
punto ya de resbalar al suelo. Sus muchas patas, ridículamente pequeñas en comparación
con el resto de su tamaño, le vibraban desamparadas ante los ojos.
«¿Qué me ha ocurrido?», pensó.
No era un sueño. Su habitación, una auténtica habitación humana, si bien
algo pequeña, permanecía tranquila entre las cuatro paredes harto conocidas.
Por encima de la mesa, sobre la que se encontraba extendido un muestrario de
paños desempaquetados -Samsa era viajante de comercio-, estaba colgado aquel
cuadro que hacía poco había recortado de una revista y había colocado en un
bonito marco dorado. Representaba a una dama ataviada con un sombrero y una boa
de piel, que estaba allí, sentada muy erguida y levantaba hacia el observador
un pesado manguito de piel, en el cual había desaparecido su antebrazo.
La mirada de Gregorio se dirigió después hacia la ventana, y el tiempo
lluvioso -se oían caer gotas de lluvia sobre la chapa del alféizar de la
ventana- lo ponía muy melancólico.
«¿Qué pasaría -pensó- si durmiese un poco más y olvidase todas las
chifladuras?»
Pero esto era algo absolutamente imposible, porque estaba acostumbrado a
dormir del lado derecho, pero en su estado actual no podía ponerse de ese lado.
Aunque se lanzase con mucha fuerza hacia el lado derecho, una y otra vez se
volvía a balancear sobre la espalda. Lo intentó cien veces, cerraba los ojos
para no tener que ver las patas que pataleaban, y sólo cejaba en su empeño
cuando comenzaba a notar en el costado un dolor leve y sordo que antes nunca
había sentido.
«¡Dios mío! -pensó-. ¡Qué profesión tan dura he elegido! Un día sí y otro
también de viaje. Los esfuerzos profesionales son mucho mayores que en el mismo
almacén de la ciudad, y además se me ha endosado este ajetreo de viajar, el
estar al tanto de los empalmes de tren, la comida mala y a deshora, una
relación humana constantemente cambiante, nunca duradera, que jamás llega a ser
cordial. ¡Que se vaya todo al diablo!»
Sintió sobre el vientre un leve picor, con la espalda se deslizó lentamente
más cerca de la cabecera de la cama para poder levantar mejor la cabeza; se
encontró con que la parte que le picaba estaba totalmente cubierta por unos
pequeños puntos blancos, que no sabía a qué se debían, y quiso palpar esa parte
con una pata, pero inmediatamente la retiró, porque el roce le producía
escalofríos.
Se deslizó de nuevo a su posición inicial.
«Esto de levantarse pronto -pensó- hace a uno desvariar. El hombre tiene
que dormir. Otros viajantes viven como pachás. Si yo, por ejemplo, a lo largo
de la mañana vuelvo a la pensión para pasar a limpio los pedidos que he
conseguido, estos señores todavía están sentados tomando el desayuno. Eso
podría intentar yo con mi jefe, pero en ese momento iría a parar a la calle.
Quién sabe, por lo demás, si no sería lo mejor para mí. Si no tuviera que
dominarme por mis padres, ya me habría despedido hace tiempo, me habría
presentado ante el jefe y le habría dicho mi opinión con toda mi alma. ¡Se
habría caído de la mesa! Sí que es una extraña costumbre la de sentarse sobre
la mesa y, desde esa altura, hablar hacia abajo con el empleado que, además,
por culpa de la sordera del jefe, tiene que acercarse mucho. Bueno, la
esperanza todavía no está perdida del todo; si alguna vez tengo el dinero
suficiente para pagar las deudas que mis padres tienen con él -puedo tardar
todavía entre cinco y seis años- lo hago con toda seguridad. Entonces habrá
llegado el gran momento; ahora, por lo pronto, tengo que levantarme porque el
tren sale a las cinco», y miró hacia el despertador que hacía tic tac sobre el
armario.
«¡Dios del cielo!», pensó.
Eran las seis y media y las manecillas seguían tranquilamente hacia
delante, ya había pasado incluso la media, eran ya casi las menos cuarto. «¿Es
que no habría sonado el despertador?» Desde la cama se veía que estaba
correctamente puesto a las cuatro, seguro que también había sonado. Sí, pero…
¿era posible seguir durmiendo tan tranquilo con ese ruido que hacía temblar los
muebles? Bueno, tampoco había dormido tranquilo, pero quizá tanto más
profundamente.
¿Qué iba a hacer ahora? El siguiente tren salía a las siete, para cogerlo
tendría que haberse dado una prisa loca, el muestrario todavía no estaba
empaquetado, y él mismo no se encontraba especialmente espabilado y ágil; e
incluso si consiguiese coger el tren, no se podía evitar una reprimenda del
jefe, porque el mozo de los recados habría esperado en el tren de las cinco y
ya hacía tiempo que habría dado parte de su descuido. Era un esclavo del jefe,
sin agallas ni juicio. ¿Qué pasaría si dijese que estaba enfermo? Pero esto
sería sumamente desagradable y sospechoso, porque Gregorio no había estado
enfermo ni una sola vez durante los cinco años de servicio. Seguramente
aparecería el jefe con el médico del seguro, haría reproches a sus padres por
tener un hijo tan vago y se salvaría de todas las objeciones remitiéndose al
médico del seguro, para el que sólo existen hombres totalmente sanos, pero con
aversión al trabajo. ¿Y es que en este caso no tendría un poco de razón?
Gregorio, a excepción de una modorra realmente superflua después del largo
sueño, se encontraba bastante bien e incluso tenía mucha hambre.
Mientras reflexionaba sobre todo esto con gran rapidez, sin poderse decidir
a abandonar la cama -en este mismo instante el despertador daba las siete menos
cuarto-, llamaron cautelosamente a la puerta que estaba a la cabecera de su
cama.
-Gregorio -dijeron (era la madre)-, son las siete menos cuarto. ¿No ibas a
salir de viaje?
¡Qué dulce voz! Gregorio se asustó, en cambio, al contestar. Escuchó una
voz que, evidentemente, era la suya, pero en la cual, como desde lo más
profundo, se mezclaba un doloroso e incontenible piar, que en el primer momento
dejaba salir las palabras con claridad para, al prolongarse el sonido,
destrozarlas de tal forma que no se sabía si se había oído bien. Gregorio
querría haber contestado detalladamente y explicarlo todo, pero en estas
circunstancias se limitó a decir:
-Sí, sí, gracias madre, ya me levanto.
Probablemente a causa de la puerta de madera no se notaba desde fuera el
cambio en la voz de Gregorio, porque la madre se tranquilizó con esta respuesta
y se marchó de allí. Pero merced a la breve conversación, los otros miembros de
la familia se habían dado cuenta de que Gregorio, en contra de todo lo
esperado, estaba todavía en casa, y ya el padre llamaba suavemente, pero con el
puño, a una de las puertas laterales.
-¡Gregorio, Gregorio! -gritó-. ¿Qué ocurre? -tras unos instantes insistió
de nuevo con voz más grave-. ¡Gregorio, Gregorio!
Desde la otra puerta lateral se lamentaba en voz baja la hermana.
-Gregorio, ¿no te encuentras bien?, ¿necesitas algo?
Gregorio contestó hacia ambos lados:
-Ya estoy preparado -y con una pronunciación lo más cuidadosa posible, y
haciendo largas pausas entre las palabras, se esforzó por despojar a su voz de
todo lo que pudiese llamar la atención. El padre volvió a su desayuno, pero la
hermana susurró:
-Gregorio, abre, te lo suplico -pero Gregorio no tenía ni la menor
intención de abrir, más bien elogió la precaución de cerrar las puertas que
había adquirido durante sus viajes, y esto incluso en casa.
Al principio tenía la intención de levantarse tranquilamente y, sin ser
molestado, vestirse y, sobre todo, desayunar, y después pensar en todo lo
demás, porque en la cama, eso ya lo veía, no llegaría con sus cavilaciones a
una conclusión sensata. Recordó que ya en varias ocasiones había sentido en la
cama algún leve dolor, quizá producido por estar mal tumbado, dolor que al
levantarse había resultado ser sólo fruto de su imaginación, y tenía curiosidad
por ver cómo se iban desvaneciendo paulatinamente sus fantasías de hoy. No
dudaba en absoluto de que el cambio de voz no era otra cosa que el síntoma de
un buen resfriado, la enfermedad profesional de los viajantes.
·
Ejercicios:
1.- Resume el
contenido de este fragmento inicial del relato de Kafka.
2.- En el
texto se describe el aspecto externo del insecto. Subraya esas secuencias
descriptivas. ¿Qué efecto se busca con esa descripción en quiénes leemos?
3.- ¿Qué
otros rasgos descriptivos caracterizan al protagonista?
4.- Gregorio
Samsa es "un hombre
dominado por la mirada de los otros" que se siente atado a una obligación
que sabe ajena, pero que no considera digno en él dejar de cumplirla. Trabaja
para una empresa donde sus empleados tan solo son considerados productores
obviando su condición de seres humanos. Se encuentran en el relato algunas
particularidades que definen el carácter de
Gregorio que niega su problema y pretende desviar su atención
del asunto. Explica cómo lo hace.
5.- La
metamorfosis de Franz Kafka es una obra en la que el espacio es clave para el
desarrollo de la trama. Explica cómo se presenta el lugar donde el protagonista
se encuentra al principio del relato.
enlace al texto en castellano
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