Sobre Pedro Páramo
Primeras
líneas de
PEDRO PÁRAMO,
de Juan Rulfo
Vine
a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro
Páramo. Mi madre me lo dijo. Y yo le prometí que vendría a verlo
en cuanto ella muriera. Le apreté sus manos en señal de que lo
haría, pues ella estaba por morirse y yo en un plan de prometerlo
todo. "No dejes de ir a visitarlo -me recomendó. Se llama de
este modo y de este otro. Estoy segura de que le dará gusto
conocerte." Entonces no pude hacer otra cosa sino decirle que
así lo haría, y de tanto decírselo se lo seguí diciendo aun
después de que a mis manos les costo trabajo zafarse de sus manos
muertas.
Todavía
antes me había dicho: -No vayas a pedirle nada. Exígele lo nuestro.
Lo que estuvo obligado a darme y nunca me dio... El olvido en que nos
tuvo, mi hijo, cobráselo caro. -Así lo haré, madre. Pero no pensé
cumplir mi promesa. Hasta que ahora pronto comencé a llenarme de
sueños, a darle vuelo a las ilusiones. Y de este modo se me fue
formando un mundo alrededor de la esperanza que era aquel señor
llamado Pedro Páramo, el marido de mi madre. Por eso vine a Comala.
Era
ese tiempo de la canícula, cuando el aire de agosto sopla caliente,
envenenado por el olor podrido de las saponarias.
El
camino subía y bajaba: "Sube o baja
según se va o se viene. Para el que va, sube; para él que viene,
baja."
-¿Cómo
dice usted que se llama el pueblo que se ve allá abajo?
-Comala,
señor.
-¿Está
seguro de que ya es Comala?
-Seguro,
señor.
-¿Y
por qué se ve esto tan triste?
-Son
los tiempos, señor.
Yo
imaginaba ver aquello a través de los recuerdos de mi madre; de su
nostalgia, entre retazos de suspiros. Siempre vivió ella suspirando
por Comala, por el retorno; pero jamás volvió. Ahora yo vengo en su
lugar. Traigo los ojos con que ella miró estas cosas, porque me dio
sus ojos para ver: "Hay allí, pasando el puerto de Los
Colimotes, la vista muy hermosa de una llanura verde, algo amarilla
por el maíz maduro. Desde ese lugar se ve Comala, blanqueando la
tierra, iluminándola durante la noche." Y su voz era
secreta, casi apagada, como si hablara consigo misma... Mi madre.
-¿Y
a qué va usted a Comala, si se puede saber? -oí que me preguntaban.
-Voy
a ver a mi padre contesté.
-¡Ah!
- dijo él.
Y
volvimos al silencio.
Caminábamos
cuesta abajo, oyendo el trote rebotado de los burros. Los ojos
reventados por el sopor del sueño, en la canícula de agosto.
-Bonita
fiesta le va a armar -volví a oír la voz del que iba allí a mi
lado-. Se pondrá contento de ver a alguien después de tantos años
que nadie viene por aquí.
Luego
añadió:
-Sea
usted quien sea, se alegrará de verlo.
Otro fragmento de
PEDRO
PÁRAMO
leído por su autor
Estoy
acostada en la misma cama donde murió mi madre hace ya muchos años;
sobre el mismo colchón; bajo la misma cobija de lana negra con la
cual nos envolvíamos las dos para dormir. Entonces yo dormía a su
lado, en un lugarcito que ella me hacía debajo de sus brazos.
Creo
sentir todavía el golpe pausado de su respiración; las
palpitaciones y suspiros con que ella arrullaba mi sueño... Creo
sentir la pena de su muerte...
Pero
esto es falso.
Estoy
aquí, boca arriba, pensando en aquel tiempo para olvidar mi soledad.
Porque no estoy acostada sólo por un rato. Y ni en la cama de mi
madre, sino dentro de un cajón negro como el que se usa para
enterrar a los muertos. Porque estoy muerta.
Siento
el lugar en que estoy y pienso...
Pienso
cuando maduraban los limones. En el viento de febrero que rompía los
tallos de los helechos, antes que el abandono los secara; los limones
maduros que llenaban con su olor el viejo patio.
El
viento bajaba de las montañas en las mañanas de febrero. Y las
nubes se quedaban allá arriba en espera de que el tiempo bueno las
hiciera bajar al valle; mientras tanto dejaban vacío el cielo azul,
dejaban que la luz cayera en el juego del viento haciendo círculos
sobre la tierra, removiendo el polvo y batiendo las ramas de los
naranjos.
Y
los gorriones reían; picoteaban las hojas que el aire hacía caer, y
reían; dejaban sus plumas entre las espinas de las ramas y
perseguían a las mariposas y reían. Era esa época.
En
febrero, cuando las mañanas estaban llenas de viento, de gorriones y
de luz azul. Me acuerdo. Mi madre murió entonces.
Que
yo debía haber gritado; que mis manos tenían que haberse hecho
pedazos estrujando su desesperación. Así hubieras tú querido que
fuera. Pero ¿acaso no era alegre aquella mañana? Por la puerta
abierta entraba el aire, quebrando las guías de la yedra. En mis
piernas comenzaba a crecer el vello entre las venas, y mis manos
temblaban tibias al tocar mis senos. Los gorriones jugaban. En las
lomas se mecían las espigas. Me dio lástima que ella ya no volviera
a ver el juego del viento en los jazmines; que cerrara sus ojos a la
luz de los días. Pero ¿por qué iba a llorar?
¿Te
acuerdas, Justina? Acomodaste las sillas a lo largo del corredor para
que la gente que viniera a verla esperara su turno. Estuvieron
vacías. Y mi madre sola, en medio de los cirios; su cara pálida y
sus dientes blancos asomándose apenitas entre sus labios morados,
endurecidos por la amoratada muerte. Sus pestañas ya quietas; quieto
ya su corazón. Tú y yo allí, rezando rezos interminables, sin que
ella oyera nada, sin que tú y yo oyéramos nada, todo perdido en la
sonoridad del viento debajo de la noche. Planchaste su vestido negro,
almidonado el cuello y el puño de sus mangas para que sus manos se
vieran nuevas, cruzadas sobre su pecho muerto; su viejo pecho amoroso
sobre el que dormí en un tiempo y que me dio de comer y que palpitó
para arrullar mis sueños.
Nadie
vino a verla. Así estuvo mejor. La muerte no se reparte como si
fuera un bien. Nadie anda en busca de tristezas.
Tocaron
la aldaba. Tú saliste.
-Ve
tú -te dije-. Yo veo borrosa la cara de la gente. Y haz que se
vayan. ¿Que vienen por el dinero de las misas gregorianas? Ella no
dejó ningún dinero. Díselos, Justina. ¿Que no saldrá del
Purgatorio si no le rezan esas misas? ¿Quiénes son ellos para hacer
la justicia, Justina? ¿Dices que estoy loca? Está bien.
Y
tus sillas se quedaron vacías hasta que fuimos a enterrarla con
aquellos hombres alquilados, sudando por un peso ajeno, extraños a
cualquier pena. Cerraron la sepultura con arena mojada; bajaron el
cajón despacio, con la paciencia de su oficio, bajo el aire que les
refrescaba su esfuerzo. Sus ojos fríos, indiferentes. Dijeron: «Es
tanto». Y tú les pagaste, como quien compra una cosa, desanudando
tu pañuelo húmedo de lágrimas, exprimido y vuelto a exprimir y
ahora guardando el dinero de los funerales...
Y
cuando ellos se fueron, te arrodillaste en el lugar donde había
quedado su cara y besaste la tierra y podrías haber abierto un
agujero, si yo no te hubiera dicho: «Vámonos, Justina, ella está
en otra parte, aquí no hay más que una cosa muerta».
-¿Eres
tú la que ha dicho todo eso, Dorotea?
-¿Quién,
yo? Me quedé dormida un rato. ¿Te siguen asustando?
-Oí
a alguien que hablaba. Una voz de mujer. Creí que eras tú.
-¿Voz
de mujer? ¿Creíste que era yo? Ha de ser la que habla sola. La de
la sepultura
grande.
Doña Susanita. Está aquí enterrada a nuestro lado. Le ha de haber
llegado la
humedad
y estará removiéndose entre el sueña.
-¿Y
quién es ella?
-La
última esposa de Pedro Páramo. Unos dicen que estaba loca. Otros,
que no. La verdad es que ya hablaba sola desde en vida.
-Debe
haber muerto hace mucho.
-¡Uh,
sí!, hace mucha. ¿Qué le oíste decir?
-Algo
acerca de su madre.
-Pero
si ella ni madre tuvo...
-Pues
de eso hablaba.
-...
O, al menos, no la trajo cuando vino. Pero espérate. Ahora recuerdo
que ella nació aquí, y que ya de añejita desaparecieron. Y sí, su
madre murió de tisis. Era una señora muy rara que siempre estuvo
enferma y no visitaba a nadie.
-Eso
dice ella. Que nadie había ido a ver a su madre cuando murió.
-¿Pero
de qué tiempos hablará? Claro que nadie se paró en su casa por el
puro miedo de agarrar la tisis: ¿Se acordará de eso la indina?
-De
eso hablaba..
-Cuando
vuelvas a oírla me avisas, me gustaría saber lo que dice.
-¿Oyes?
Parece que va a decir algo. Se oye un murmullo.
-No,
no es ella. Eso viene de más lejos, de por este otro rumbo. Y es voz
de hombre. Lo que pasa con estos muertos viejos es que en cuanto les
llega la humedad comienzan a removerse. Y despiertan.
Primeras
líneas de CIEN AÑOS DE SOLEDAD,
de Gabriel García Márquez
Muchos
años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel
Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en
que su padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces una
aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla
de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de
piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos.
El
mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para
mencionarlas había que señalarías con el dedo. Todos los años,
por el mes de marzo, una familia de gitanos desarrapados plantaba su
carpa cerca de la aldea, y con un grande alboroto de pitos y timbales
daban a conocer los nuevos inventos. Primero llevaron el imán. Un
gitano corpulento, de barba montaraz y manos de gorrión, que se
presentó con el nombre de Melquiades, hizo una truculenta
demostración pública de lo que él mismo llamaba la octava
maravilla de los sabios alquimistas de Macedonia.
Fue
de casa en casa arrastrando dos lingotes metálicos, y todo el mundo
se espantó al ver que los calderos, las pailas, las tenazas y los
anafes se caían de su sitio, y las maderas crujían por la
desesperación de los clavos y los tornillos tratando de
desenclavarse, y aun los objetos perdidos desde hacía mucho tiempo
aparecían por donde más se les había buscado, y se arrastraban en
desbandada turbulenta detrás de los fierros mágicos de Melquíades.
«Las
cosas, tienen vida propia -pregonaba el gitano con áspero acento-,
todo es cuestión de siempre más lejos que el ingenio de la
naturaleza, y aun más allá del milagro y la magia, pensó que era
posible servirse de aquella invención inútil para desentrañar el
oro de la tierra. Melquíades, que era un hombre honrado, le previno:
«Para eso no sirve.» Pero José Arcadio Buendía no creía en aquel
tiempo en la honradez de los gitanos, así que cambió su mulo y una
partida de chivos por los dos lingotes imantados. Úrsula Iguarán,
su mujer, que contaba con aquellos animales para ensanchar el
desmedrado patrimonio doméstico, no consiguió disuadirlo. «Muy
pronto ha de sobrarnos oro para empedrar la casa», replicó su
marido. Durante varios meses se empeñó en demostrar el acierto de
sus conjeturas. Exploró palmo a palmo la región, inclusive el fondo
del río, arrastrando los dos lingotes de hierro y recitando en voz
alta el conjuro de Melquíades. Lo único que logró desenterrar fue
una armadura del siglo xv con todas sus partes soldadas por un
cascote de óxido, cuyo interior tenía la resonancia hueca de un
enorme calabazo lleno de piedras. Cuando José Arcadio Buendía y los
cuatro hombres de su expedición lograron desarticular la armadura,
encontraron dentro un esqueleto calcificado que llevaba colgado en el
cuello un relicario de cobre con un rizo de mujer.
La ciudad y los perros, de Mario Vargas LLosa
RAYUELA
- Capítulo 68 – de Julio
Cortázar
Fragmento
leído por su autor
Apenas
él le amalaba el noema, a ella se le agolpaba el clémiso y caían
en hidromurias, en salvajes ambonios, en sustalos exasperantes. Cada
vez que él procuraba relamar las incopelusas, se enredaba en un
grimado quejumbroso y tenía que envulsionarse de cara al nóvalo,
sintiendo cómo poco a poco las arnillas se espejunaban, se iban
apeltronando, reduplimiendo, hasta quedar tendido como el trimalciato
de ergomanina al que se le han dejado caer unas fílulas de
cariaconcia. Y sin embargo era apenas el principio, porque en un
momento dado ella se tordulaba los hurgalios, consintiendo en que él
aproximara suavemente sus orfelunios. Apenas se entreplumaban, algo
como un ulucordio los encrestoriaba, los extrayuxtaba y paramovía,
de pronto era el clinón, la esterfurosa convulcante de las mátricas,
la jadehollante embocapluvia del orgumio, los esproemios del merpasmo
en una sobrehumítica agopausa. ¡Evohé! ¡Evohé! Volposados en la
cresta del murelio, se sentían balpamar, perlinos y márulos.
Temblaba el troc, se vencían las marioplumas, y todo se resolviraba
en un profundo pínice, en niolamas de argutendidas gasas, en
carinias casi crueles que los ordopenaban hasta el límite de las
gunfias.