miércoles, 26 de octubre de 2011

¡QUÉ FUSIÓN DE REGISTROS!

INVÍTATE A LEER ESTE CURIOSO TEXTO.

Después, si te parece, párate a realizar estos ejercicios:


  1. Resume el texto brevemente.
  2. Justifica su tipología textual.
  3. Redacta un comentario a propósito de su adecuación y de su coherencia.
  4. Analiza los principales mecanismos de cohesión.




ROMANCE DE LA DERIVADA Y EL ARCOTANGENTE

Veraneaba una derivada enésima en un pequeño chalé situado en la recta del infinito del plano de Gauss, cuando conoció a un arcotangente simpatiquísimo y de espléndida representación gráfica, que además pertenecía a una de las mejores familias trigonométricas.
En seguida notaron que tenían propiedades comunes.
Un día, en casa de una parábola que había ido a pasar allí una temporada con sus ramas alejadas, se encontraron en un punto aislado de ambiente muy íntimo. Se dieron cuenta de que convergían hacia límites cuya diferencia era tan pequeña como se quisiera. Había nacido un romance. Acaramelados en un entorno de radio épsilon, se dijeron mil teoremas de amor.
Cuando el verano pasó, y las parábolas habían vuelto al origen, la derivada y el arcotangente eran novios. Entonces empezaron los largos paseos por las asíntotas siempre unidos por un punto común, los interminables desarrollos en serie bajo los conoides llorones del lago, las innumerables sesiones de proyección ortogonal.
Hasta fueron al circo, donde vieron a una troupe de funciones logarítmicas dar saltos infinitos en sus discontinuidades. En fin, lo que eternamente hacían los novios.
Durante un baile organizado por unas cartesianas, primas del arcotangente, la pareja pudo tener el mismo radio de curvatura en varios puntos. Las series melódicas eran de ritmos uniformemente crecientes y la pareja giraba entrelazada alrededor de un mismo punto doble. Del amor había nacido la pasión. Enamorados locamente, sus gráficas coincidían en más y más puntos.
Con el beneficio de las ventas de unas fincas que tenía en el campo complejo, el arcotangente compró un recinto cerrado en el plano de Riemann. En la decoración se gastó hasta el último infinitésimo. Adornó las paredes con unas tablas de potencias de "e" preciosas, puso varios cuartos de divisiones del término independiente que costaron una burrada.
Empapeló las habitaciones con las gráficas de las funciones más conocidas, y puso varios paraboloides de revolución chinos de los que surgían desarrollos tangenciales en flor. Y Bernouilli le prestó su lemniscata para adornar su salón durante los primeros días. Cuando todo estuvo preparado, el arcotangente se trasladó al punto impropio y contempló satisfecho su dominio de existencia.
Varios días después fue en busca de la derivada de orden y cuando llevaban un rato charlando de variables arbitrarias, le espetó, sin más:
- ¿Por qué no vamos a tomar unos neperianos a mi apartamento? De paso lo conocerás, ha quedado monísimo.
Ella, que le quedaba muy poco para anularse, tras una breve discusión del resultado, aceptó.
El novio le enseñó su dominio y quedó integrada. Los neperianos y una música armónica simple, hicieron que entre sus puntos existiera una correspondencia unívoca. Unidos así, miraron al espacio euclídeo. Los astroides rutilaban en la bóveda de Viviany... Eran felices!
- ¿No sientes calor? - dijo ella
- Yo sí. ¿Y tú?
- Yo también.
- Ponte en forma canónica, estarás mas cómoda.
Entonces él le fue quitando constantes. Después de artificiosas operaciones la puso en paramétricas racionales...
- ¿Qué haces? Me da vergüenza... - dijo ella
- ¡Te amo, yo estoy inverso por ti...! ¡Déjame besarte la ordenada en el origen...! ¡No seas cruel...! ¡ven...! Dividamos por un momento la nomenclatura ordinaria y tendamos juntos hacia el infinito...
El la acarició sus máximos y sus mínimos y ella se sintió descomponer en fracciones simples.
(Las siguientes operaciones quedan a la penetración del lector)
Al cabo de algún tiempo la derivada enésima perdió su periodicidad. Posteriores análisis algebraicos demostraron que su variable había quedado incrementada y su matriz era distinta de cero.
Ella le confesó a él, saliéndole los colores:
- Voy a ser primitiva de otra función.
Él respondió:
- Podríamos eliminar el parámetro elevando al cuadrado y restando.
- ¡Eso es que ya no me quieres!
- No seas irracional, claro que te quiero. Nuestras ecuaciones formarán una superficie cerrada, confía en mí.
La boda se preparó en un tiempo diferencial de t, para no dar qué hablar en el círculo de los 9 puntos.
Los padrinos fueron el padre de la novia, un polinomio lineal de exponente entero, y la madre del novio, una asiroide de noble asíntota.
La novia lucía coordenadas cilíndricas de Satung y velo de puntos imaginarios.
Ofició la ceremonia Cayley, auxiliado por Pascal y el nuncio S.S. monseñor Ricatti.
Hoy día el arcotangente tiene un buen puesto en una fabrica de series de Fourier, y ella cuida en casa de 5 lindos términos de menor grado, producto cartesiano de su amor.

(
http://ciencianet.com/romance.html Texto extraído de algún número de la revista de la ETS de Ingenieros Industriales de Madrid, allá por el año 1990. Firmado: "La jaca jacobiana")





MATEMÁTICAS VERSIFICADAS, BUENA OPCIÓN... TAMBIÉN PARA MEMORIZAR:


Nicolás y Matías, los autores de este vídeo, explican cómo surgió esta fantástica idea de mezclar una canción (obra Teorema de Thales) del antológico grupo argentino Les Luthiers e imágenes varias, para explicar a través de un vídeo-montaje ese teorema matemático: Quisimos explicar el teorema con imágenes de la vida cotidiana y realizar algo distinto y divertido. El video muestra imágenes de muchas partes de Buenos Aires y su relación con el teorema.


Por cierto, no se han olvidado tildar la palabra "video", es que en el español de Argentina esta palabra es grave (como en el étimo griego).



martes, 18 de octubre de 2011

REALISMO Y NATURALISMO. EMILIA PARDO BAZÁN


Si lees este fragmento entresacado de las primeras páginas de Los pazos de Ulloa, de Emilia Pardo Bazán, podrás advertir rasgos característicos del naturalismo.

En el esconce de la cocina, una mesa de roble denegrida por el uso mostraba extendido un mantel grosero, manchado de vino y grasa. Primitivo, después de soltar en un rincón la escopeta, vaciaba su morral, del cual salieron dos perdigones y una liebre muerta, con los ojos empañados y el pelaje maculado de sangraza. Apartó la muchacha el botín a un lado, y fue colocando platos de peltre, cubiertos de antigua y maciza plata, un mollete enorme en el centro de la mesa y un jarro de vino proporcionado al pan; luego se dio prisa a revolver y destapar tarteras, y tomó del vasar una sopera magna. De nuevo la increpó airadamente el marqués.
¿Y los perros, vamos a ver? ¿Y los perros?
Como si también los perros comprendiesen su derecho a ser atendidos antes que nadie, acudieron desde el rincón más oscuro, y olvidando el cansancio, exhalaban famélicos bostezos, meneando la cola y levantando el partido hocico. Julián creyó al pronto que se había aumentado el número de canes, tres antes y cuatro ahora; pero al entrar el grupo canino en el círculo de viva luz que proyectaba el fuego, advirtió que lo que tomaba por otro perro no era sino un rapazuelo de tres a cuatro años, cuyo vestido, compuesto de chaquetón acastañado y calzones de blanca estopa, podía desde lejos equivocarse con la piel bicolor de los perdigueros, en quienes parecía vivir el chiquillo en la mejor inteligencia y más estrecha fraternidad. Primitivo y la moza disponían en cubetas de palo el festín de los animales, entresacado de lo mejor y más grueso del pote; y el marqués –que vigilaba la operación–, no dándose por satisfecho, escudriñó con una cuchara de hierro las profundidades del caldo, hasta sacar a luz tres gruesas tajadas de cerdo, que fue distribuyendo en las cubetas.
Lanzaban los perros alaridos entrecortados, de interrogación y deseo, sin atreverse aún a tomar posesión de la pitanza; a una voz de Primitivo, sumieron de golpe el hocico en ella, oyéndose el batir de sus apresuradas mandíbulas y el chasqueo de su lengua glotona. El chiquillo gateaba por entre las patas de los perdigueros, que, convertidos en fieras por el primer impulso del hambre no saciada todavía, le miraban de reojo, regañando los dientes y exhalando ronquidos amenazadores: de pronto la criatura, incitada por el tasajo que sobrenadaba en la cubeta de la perra Chula, tendió la mano para cogerlo, y la perra, torciendo la cabeza, lanzó una feroz dentellada, que por fortuna sólo alcanzó la manga del chico, obligándole a refugiarse más que de prisa, asustado y lloriqueando, entre las sayas de la moza, ya ocupada en servir caldo a los racionales. Julián, que empezaba a descalzarse los guantes, se compadeció del chiquillo, y, bajándose, le tomó en brazos, pudiendo ver que a pesar del mugre, la roña, el miedo y el llanto, era el más hermoso angelote del mundo.


Es esta una secuencia descriptiva del sórdido, embrutecido y crudo ambiente un tanto "bestializado" con el que se encuentra el personaje referido en las últimas líneas, Julián, el joven cura recién llegado desde la capital al pazo para ejercer como capellán. A través de una animalización se da entrada en la escena a Perucho, hijo natural (de soltera) de la moza, Sabel, y nieto del capataz, Primitivo; el crío a sus tres o cuatro años reproduce comportamientos más "caninos" que humanos. Pero por su parte, también el Marqués, padre biológico o natural del chiquillo, muestra comportamientos animales similares al revolver en la comida de los perros de caza con verdadero y propio interés. Y puesto que el naturalismo defendía la influencia determinante en las personas tanto de la genética como del medio en el que se criaban y desarrollaban, en este pasaje se observa precisamente cómo Perucho no podía haber sido menos bestia, bruto y salvaje siendo hijo de quien era y habiéndose criado donde se crió.



LETRA A LETRA, DOCUMENTO SOBRE LA AUTORA






A continuación, se incluye el prólogo metaliterario que la propia autora preparó para su obra La Tribuna :



Prólogo


Lector indulgente: No quiero perder la buena costumbre de empezar mis novelas hablando contigo breves palabras. Más que nunca debo mantenerla hoy, porque acerca de La Tribuna tengo varias advertencias que hacerte, y así caminarán juntos en este prólogo el gusto y la necesidad.

Si bien La Tribuna es en el fondo un estudio de costumbres locales, el andar injeridos en su trama sucesos políticos tan recientes como la Revolución de Setiembre de 1868, me impulsó a situarla en lugares que pertenecen a aquella geografía moral de que habla el autor de las Escenas montañesas, y que todo novelista, chico o grande, tiene el indiscutible derecho de forjarse para su uso particular. Quien desee conocer el plano de Marineda, búsquelo en el atlas de mapas y planos privados, donde se colecciona, no sólo el de Orbajosa, Villabermeja y Coteruco, sino el de las ciudades de R***, de L*** y de X***, que abundan en las novelas románticas. Este privilegio concedido al novelista de crearse un mundo suyo propio, permite más libre inventiva y no se opone a que los elementos todos del microcosmos estén tomados, como es debido, de la realidad. Tal fue el procedimiento que empleé en La Tribuna, y lo considero suficiente—si el ingenio me ayudase—para alcanzar la verosimilitud artística, el vigor analítico que infunde vida a una obra.

Al escribir La Tribuna no quise hacer sátira política; la sátira es género que admito sin poderlo cultivar; sirvo poco o nada para el caso. Pero así como niego la intención satírica, no sé encubrir que en este libro, casi a pesar mío, entra un propósito que puede llamarse docente. Baste a disculparlo el declarar que nació del espectáculo mismo de las cosas, y vino a mí, sin ser llamado, por su propio impulso. Al artista que sólo aspiraba retratar el aspecto pintoresco y característico de una capa social, se le presentó por añadidura la moraleja, y sería tan sistemático rechazarla como haberla buscado. Porque no necesité agrupar sucesos, ni violentar sus consecuencias, ni desviarme de la realidad concreta y positiva, para tropezar con pruebas de que es absurdo el que un pueblo cifre sus esperanzas de redención y ventura en formas de gobierno que desconoce, y a las cuales por lo mismo atribuye prodigiosas virtudes y maravillosos efectos. Como la raza latina practica mucho este género de culto fetichista e idolátrico, opino que si escritores de más talento que yo lo combatiesen, prestarían señalado servicio a la patria.
Y vamos a otra cosa. Tal vez no falte quien me acuse de haber pintado al pueblo con crudeza naturalista. Responderé que si nuestro pueblo fuese igual al que describiesen Goncourt y Zola, yo podría meditar profundamente en la conveniencia o inconveniencia de retratarlo; pero resuelta a ello, nunca seguiría la escuela idealista de Trueba y de la insigne Fernán, que riñe con mis principios artísticos. Lícito es callar, pero no fingir. Afortunadamente, el pueblo que copiamos los que vivimos del lado acá del Pirene no se parece todavía, en buen hora lo digamos, al del lado allá. Sin adolecer de optimista, puedo afirmar que la parte del pueblo que vi de cerca cuando tracé estos estudios, me sorprendió gratamente con las cualidades y virtudes que, a manera de agrestes renuevos de inculta planta, brotaban de él ante mis ojos. El método de análisis implacable que nos impone el arte moderno me ayudó a comprobar el calor de corazón, la generosidad viva, la caridad inagotable y fácil, la religiosidad sincera, el recto sentir que abunda en nuestro pueblo, mezclado con mil flaquezas, miserias y preocupaciones que a primera vista lo oscurecen. Ojalá pudiese yo, sin caer en falso idealismo, patentizar esta belleza recóndita.
No, los tipos del pueblo español en general, y de la costa cantábrica en particular, no son aún—salvas fenomenales excepciones—los que se describen con terrible verdad en L’Assommoir, Germinie Lacerteux y otras obras, donde parece que el novelista nos descubre las abominaciones monstruosas de la Roma pagana, que unidas a la barbarie más grosera, retoñan en el corazón de la Europa cristiana y civilizada. Y ya que por dicha nuestra las faltas del pueblo que conocemos no rebasan de aquel límite a que raras veces deja de llegar la flaca decaída condición del hombre, pintémosle, si podemos, tal cual es, huyendo del patriarcalismo de Trueba como del socialismo humanitario de Sue, y del método de cuantos, trocando los frenos, atribuyen a Calibán las seductoras gracias de Ariel.
En abono de La Tribuna quiero añadir que los maestros Galdós y Pereda abrieron camino a la licencia que me tomo de hacer hablar a mis personajes como realmente se habla en la región de donde los saqué. Pérez Galdós, admitiendo en suDesheredada el lenguaje de los barrios bajos; Pereda, sentenciando a muerte a las zagalejas de porcelana y a los pastorcillos de égloga, señalaron rumbos de los cuales no es permitido apartarse ya. Y si yo debiese a Dios las facultades de alguno de los ilustres narradores cuyo ejemplo invoco, ¡cuánto gozarías, oh lector discreto, al dejar los trillados caminos de la retórica novelesca diaria para beber en el vivo manantial de las expresiones populares, incorrectas y desaliñadas, pero frescas, enérgicas y donosas!
Queda adiós, lector, y ojalá te merezca este libro la misma acogida que Un viaje de novios. Tu aplauso me sostendrá en la difícil vía de la observación, donde no todo son flores para un alma compasiva.
EMILIA PARDO BAZÁN
Granja de Meirás, octubre de 1882.




-I-


Barquillos

Comenzaba a amanecer, pero las primeras y vagas luces del alba a duras penas lograban colarse por las tortuosas curvas de la calle de los Gastros, cuando el señor Rosendo, el barquillero que disfrutaba de más parroquia y popularidad en Marineda, se asomó, abriendo a bostezos, a la puerta de su mezquino cuarto bajo. Vestía el madrugador un desteñido pantalón grancé, reliquia bélica, y estaba en mangas de camisa. Miró al poco cielo que blanqueaba por entre los tejados, y se volvió a su cocinilla, encendiendo un candil y colgándolo del estribadero de la chimenea. Trajo del portal un brazado de astillas de pino, y sobre la piedra del fogón las dispuso artísticamente en pirámide, cebada por su base con virutas, a fin de conseguir una hoguera intensa y flameante. Tomó del vasar un tarterón, en el cual vació cucuruchos de harina y azúcar, derramó agua, cascó huevos y espolvoreó canela. Terminadas estas operaciones preliminares, estremeciose de frío—porque la puerta había quedado de par en par, sin que en cerrarla pensase y descargó en el tabique dos formidables puñadas.
Al punto salió rápidamente del dormitorio o cuchitril contiguo una mozuela de hasta trece años, desgreñada, con el cierto andar de quien acaba de despertarse bruscamente, sin más atavíos que una enagua de lienzo y un justillo de dril, que adhería a su busto, anguloso aún, la camisa de estopa. Ni miró la muchacha al señor Rosendo, ni le dio los buenos días; atontada con el sueño y herida por el fresco matinal que le mordía la epidermis, fue a dejarse caer en una silleta, y mientras el barquillero encendía estrepitosamente fósforos y los aplicaba a las virutas, la chiquilla se puso a frotar con una piel de gamuza el enorme cañuto de hojalata donde se almacenaban los barquillos.
Instalose el señor Rosendo en su alto trípode de madera ante la llama chisporroteadora y crepitante ya, y metiendo en el fuego las magnas tenazas, dio principio a la operación. Tenía a su derecha el barreño del amohado, en el cual mojaba el cargador, especie de palillo grueso; y extendiendo una leve capa de líquido sobre la cara interior de los candentes hierros, apresurábase a envolverla en el molde con su dedo pulgar, que a fuerza de repetir este acto se había convertido en una callosidad tostada, sin uña, sin yema y sin forma casi. Los barquillos, dorados y tibios, caían en el regazo de la muchacha, que los iba introduciendo unos en otros a guisa de tubos de catalejo, y colocándolos simétricamente en el fondo del cañuto; labor que se ejecutaba en silencio, sin que se oyese más rumor que el crujir de la leña, el rítmico chirrido de las tenazas al abrir y cerrar sus fauces de hierro, el seco choque de los crocantes barquillos al tropezarse, y el silbo del amohado al evaporar su humedad sobre la ardiente placa. La luz del candil y los reflejos de la lumbre arrancaban destellos a la hojalata limpia, al barro vidriado de las cazuelas del vasar, y la temperatura se suavizaba, se elevaba, hasta el extremo de que el señor Rosendo se quitase la gorra con visera de hule, descubriendo la calva sudorosa, y la niña echase atrás con el dorso de la mano sus indómitas guedejas que la sofocaban.
Entre tanto, el sol, campante ya en los cielos, se empeñaba en cernir alguna claridad al través de los vidrios verdosos y puercos del ventanillo que tenía obligación de alumbrar la cocina. Sacudía el sueño la calle de los Castros, y mujeres en trenza y en cabello, cuando no en refajo y chancletas, pasaban apresuradas, cuál en busca de agua, cuál a comprar provisiones a los vecinos mercados; oíanse llantos de chiquillos, ladridos de perros; una gallina cloqueó; el canario de la barbería de enfrente redobló trinando como un loco. De tiempo en tiempo la niña del barquillero lanzaba codiciosas ojeadas a la calle. ¡Cuándo sería Dios servido de disponer que ella abandonase la dura silla, y pudiese asomarse a la puerta, que no es mucho pedir! Pronto darían las nueve, y de los seis mil barquillos que admitía la caja sólo estaban hechos cuatro mil y pico. Y la muchacha se desperezó maquinalmente. Es que desde algunos meses acá bien poco le lucía el trabajo a su padre. Antes despachaba más.
El que viese aquellos cañutos dorados, ligeros y deleznables como las ilusiones de la niñez, no podía figurarse el trabajo ímprobo que representaba su elaboración. Mejor fuera manejar la azada o el pico que abrir y cerrar sin tregua las tenazas abrasadoras, que además de quemar los dedos, la mano y el brazo, cansaban dolorosamente los músculos del hombro y del cuello. La mirada, siempre fija en la llama, se fatigaba; la vista disminuía; el espinazo, encorvado de continuo, llevaba, a puros esguinces, la cuenta de los barquillos que salían del molde. ¡Y ningún día de descanso! No pueden los barquillos hacerse de víspera; si han de gustar a la gente menuda y golosa, conviene que sean fresquitos. Un nada de humedad los reblandece. Es preciso pasarse la mañana, y a veces la noche, en fabricarlos, la tarde en vocearlos y venderlos. En verano, si la estación es buena y se despacha mucho y se saca pingüe jornal, también hay que estarse las horas caniculares, las horas perezosas, derritiendo el alma sobre aquel fuego, sudando el quilo, preparando provisión doble de barquillos para la venta pública y para los cafés. Y no era que el señor Rosendo estuviese mal con su oficio; nada de eso; artistas habría orgullosos de su destreza, pero tanto como él, ninguno. Por más que los años le iban venciendo, aún se jactaba de llenar en menos tiempo que nadie el tubo de hojalata. No ignoraba primor alguno de los concernientes a su profesión; barquillos anchos y finos como seda para rellenar de huevos hilados, barquillos recios y estrechos para el agua de limón y el sorbete, hostias para las confiterías—y no las hacía para las iglesias por falta de molde que tuviese una cruz—, flores, hojuelas yorejas de fraile en Carnaval, buñuelos en todo tiempo.... Pero nunca lo tenía de lucir estas habilidades accesorias, porque los barquillos de diario eran absorbentes. ¡Bah!, en consiguiendo vivir y mantener la familia....
A las nueve muy largas, cuando cerca de cinco mil barquillos reposaban en el tubo, todavía el padre y la hija no habían cruzado palabra. Montones de brasa y ceniza rodeaban la hoguera, renovada dos o tres veces. La niña suspiraba de calor, el viejo sacudía frecuentemente la mano derecha, medio asada ya. Por fin, la muchacha profirió:
Tengo hambre.
Volvió el padre la cabeza, y con expresivo arqueamiento de cejas indicó un anaquel del vasar. Encaramose la chiquilla trepando sobre la artesa, y bajó un mediano trozo de pan de mixtura, en el cual hincó el diente con buen ánimo. Aún rebuscaba en su falda las migajas sobrantes para aprovecharlas, cuando se oyeron crujidos de catre, carraspeos, los ruidos característicos del despertar de una persona, y una voz entre quejumbrosa y despótica llamó desde la alcoba cercana al portal:
¡Amparo!
Se levantó la niña y acudió al llamamiento, resonando de allí a poco rato su hablar.
Afiáncese, señora... así... cárguese más... aguarde que le voy a batir este jergón... (Y aquí se escuchó una gran sinfonía de hojas de maíz, un sirrisssch... prolongado y armonioso.)
La voz mandona dijo opacamente algo, y la infantil contestó:
Ya la voy a poner a la lumbre, ahora mismito.... ¿Tendrá por ahí el azúcar?
Y respondiendo a una interpelación altamente ofensiva para su dignidad, gritó la chiquilla:
Y piensa que.... ¡Aunque fuera oro puro! Lo escondería usted misma.... Ahí está, detrás de la funda... ¿lo ve?
Salió con una escudilla desportillada en la mano, llena de morena melaza, y arrimando al fuego un pucherito donde estaba ya la cascarilla, le añadió en debidas proporciones azúcar y leche, y volviose al cuarto del portal con una taza humeante y colmada a reverter. En el fondo del cacharro quedaba como cosa de otra taza. El barquillero se enderezó llevándose las manos a la región lumbar, y sobriamente, sin concupiscencia, se desayunó bebiendo las sobras por el puchero mismo. Enjugó después su frente regada de sudor con la manga de la camisa, entró a su vez en el cuarto próximo; y al volver a presentarse, vestido con pantalón y chaqueta de paño pardo, se terció a las espaldas la caja de hoja de lata y se echó a la calle. Amparo, cubriendo la brasa con ceniza, juntaba en una cazuela berzas, patatas, una corteza de tocino, un hueso rancio de cerdo, cumpliendo el deber de condimentar el caldo del humilde menaje. Así que todo estuvo arreglado, metiose en el cuchitril, donde consagró a su aliño personal seis minutos y medio, repartidos como sigue: un minuto para calzarse los zapatos de becerro, pues todavía estaba descalza; dos para echarse un refajo de bayeta y un vestido de tartán; un minuto para pasarse la punta de un paño húmedo por ojos y boca (más allá no alcanzó el aseo); dos minutos para escardar con un peine desdentado la revuelta y rizosa crencha, y medio para tocarse al cuello un pañolito de indiana. Hecho lo cual, se presentó más oronda que una princesa a la persona encamada a quien había llevado el desayuno. Era esta una mujer de edad madura, agujereada como una espumadera por las viruelas, chata de frente, de ojos chicos. Viendo a la chiquilla vestida se escandalizó: ¿a dónde iría ahora semejante vagabunda?
A misa, señora, que es domingo.... ¿Qué volver con noche ni con noche? Siempre vine con día, siempre.... ¡Una vez de cada mil! Queda el caldo preparadito al fuego.... Vaya, abur.
Y se lanzó a la calle con la impetuosidad y brío de un cohete bien disparado.

-II-

Padre y madre

Tres años antes, la imposibilitada estaba sana y robusta y ganaba su vida en la Fábrica de Tabacos. Una noche de invierno fue a jabonar ropa blanca al lavadero público, sudó, volvió desabrigada y despertó tullida de las caderas.—Un aire, señor—decía ella al médico.
Quedose reducida la familia a lo que trabajase el señor Rosendo: el real diario que del fondo de Hermandad de la Fábrica recibía la enferma no llegaba a medio diente. Y la chiquilla crecía, y comía pan y rompía zapatos, y no había quien la sujetase a coser ni a otro género de tareas. Mientras su padre no se marchaba, el miedo a un pasagonzalo sacudido con el cargador la tenía quieta ensartando y colocando barquillos; pero apenas el viejo se terciaba la correa del tubo, sentía Amparo en las piernas un hormigueo, un bullir de la sangre, una impaciencia como si le naciesen alas a miles en los talones. La calle era su paraíso. El gentío la enamoraba, los codazos y enviones la halagaban cual si fuesen caricias, la música militar penetraba en todo su ser produciéndole escalofríos de entusiasmo. Pasábase horas y horas correteando sin objeto al través de la ciudad, y volvía a casa con los pies descalzos y manchados de lodo, la saya en jirones, hecha una sopa, mocosa, despeinada, perdida, y rebosando dicha y salud por los poros de su cuerpo. A fuerza de filípicas maternales corría una escoba por el piso, sazonaba el caldo, traía una herrada de agua; en seguida, con rapidez de ave, se evadía de la jaula y tornaba a su libre vagancia por calles y callejones.
De tales instintos erráticos tendría no poca culpa la vida que forzosamente hizo la chiquilla mientras su madre asistió a la Fábrica. Sola en casa con su padre, apenas este salía, ella le imitaba por no quedarse metida entre cuatro paredes: vaya, y que no eran tan alegres para que nadie se embelesase mirándolas. La cocina, oscura y angosta, parecía una espelunca, y encima del fogón relucían siniestramente las últimas brasas de la moribunda hoguera. En el patín, si es verdad que se veía claro, no consolaba mucho los ojos el aspecto de un montón de cal y residuos de albañilería, mezclados con cascos de loza, tarteras rotas, un molinillo inservible, dos o tres guiñapos viejos y un innoble zapato que se reía a carcajadas. Casi más lastimoso era el espectáculo de la alcoba matrimonial: la cama en desorden, porque la salida precipitada a la Fábrica no permitía hacerla; los cobertores color de hospital, que no bastaba a encubrir una colcha rabicorta; la vela de sebo, goteando tristemente a lo largo de la palmatoria de latón veteada de cardenillo; la palangana puesta en una silla y henchida de agua jabonosa y grasienta; en resumen, la historia de la pobreza y de la incuria narrada en prosa por una multitud de objetos feos, y que la chiquilla comprendía intuitivamente; pues hay quien sin haber nacido entre sedas y holandas, presume y adivina todas aquellas comodidades y deleites que jamas gozó. Así es que Amparo huía, huía de sus lares camino de la Fábrica, llevando a su madre, en una fiambrera, el bazuqueante caldo; pero, soltando a lo mejor la carga, poníase a jugar al corro, a San Severín, a la viudita, a cualquier cosa, con las damiselas de su edad y pelaje.
Cuando la madre se vio encamada quiso imponer a la hija el trabajo sedentario: era tarde. La planta rústica no se sujetaba ya al espaller. Amparo había ido a la escuela en sus primeros años, años de relativa prosperidad para la familia, sucediéndole lo que a la mayor parte de las niñas pobres, que al poco tiempo se cansan sus padres de enviarlas y ellas de asistir, y se quedan sin más habilidad que la lectura, cuando son listas, y unos rudimentos de escritura. De aguja apenas sabía Amparo nada. La madre se resignó con la esperanza de colocarla en la Fábrica. —«Que trabaje—decía—como yo trabajé». Y al murmurar esta sentencia suspiraba, recordando treinta años de incesante afán. Ahora su carne y sus molidos huesos se tendían gustosamente en la cama, donde reposaba tumbada panza arriba ínterin sudaban otros para mantenerla. ¡Que sudasen! Dominada por el terrible egoísmo que suele atacar a los viejos cuya mocedad fue laboriosa, la impedida hizo del potro de dolor quinta de recreo. Lo que es allí ya podían venir penas; lo que es allí a buen seguro que la molestase el calor ni el frío. ¿Que era preciso lavar la ropa? Bueno, ella no tenía que levantarse a jabonarla, le había costado bien caro una vez. ¿Que estaba sucio el piso? Ya lo barrerían, y si no, por ella, aunque en todo el año no se barriese.... ¿De qué le había servido tanto romper el cuerpo cuando era joven? De verse ahora tullida —«¡Ay, no se sabe lo que es la salud hasta después de que se pierde!» —exclamaba sentenciosamente, sobre todo los días en que el dolor artrítico le atarazaba las junturas. Otras veces, jactanciosa como todo inválido, decía a su hija:—«Sácateme de delante, que irrita el verte; de tu edad era yo una loba que daba en un cuarto de hora vuelta a una casa».
Sólo echaba de menos la animación de su Fábrica, las compañeras. A bien que las vecinas de la calle solían acercarse a ofrecerle un rato de palique: una sobre todo, Pepa la comadrona, por mal nombre señora Porreta. Era esta mujer colosal, a lo ancho más aún que a lo alto; parecíase a tosca estatua labrada para ser vista de lejos. Su cara enorme, circuida por colgante papada, tenía palidez serosa. Calzaba zapatillas de hombre y usaba una sortija, de tamaño masculino también, en el dedo meñique. Acercábase a la cama de la impedida, le sometía las ropas, le abofeteaba la almohada apoyando fuertemente ambas manos en los muslos, a fin de sostener la mole de su vientre, y con voz sorda y apagada empezaba a referir chismes del barrio, escabrosos pormenores de su profesión, o las maravillosas curas que pueden obtenerse con un cocimiento de ruda, huevo y aceite, con la hoja de la malva bien machacadita, con romero hervido en vino, con unturas de enjundia de gallina. Susurraban los maldicientes que entre parleta y parleta solía la matrona entreabrir el pañuelo que le cubría los hombros y sacar una botellica que fácilmente se ocultaba en cualquier rincón de su corpiño gigantesco; y ya corroboraba con un trago de anís el exhausto gaznate, ya ofrecía la botella a su interlocutora «para ir pasando las penas de este mundo». A oídos del señor Rosendo llegó un día esta especie, y se alarmó; porque mientras estuvo en la Fábrica no bebía nunca su mujer más que agua pura; pero por mucho que entró impensadamente algunas tardes, no cogió infragantia las delincuentes. Sólo vio que estaban muy amigotas y compinches. Para la ex-cigarrera valía un Perú la comadrona; al menos esa hablaba, porque lo que es su marido.... Cuando este regresaba de la diaria correría por paseos y sitios públicos, y bajando el hombro soltaba con estrépito el tubo en la esquina de la habitación, el diálogo del matrimonio era siempre el mismo:
¿Qué tal?—preguntaba la tullida.
Y el señor Rosendo pronunciaba una de estas tres frases:
Menos mal.—Un regular.—Condenadamente.
Aludía a la venta, y jamás se dio caso de que agregase género alguno de amplificación o escolio a sus oraciones clásicas. Poseía el inquebrantable laconismo popular, que vence al dolor, al hambre, a la muerte y hasta a la dicha. Soldado reenganchado, uncido en sus mejores años al férreo yugo de la disciplina militar, se convenció de la ociosidad de la palabra y necesidad del silencio. Calló primero por obediencia, luego por fatalismo, después por costumbre. En silencio elaboraba los barquillos, en silencio los vendía, y casi puede decirse que los voceaba en silencio, pues nada tenía de análogo a la afectuosa comunicación que establece el lenguaje entre seres racionales y humanos, aquel grito gutural en que, tal vez para ahorrar un fragmento de palabra, el viejo suprimía la última sílaba, reemplazádola por doliente prolongación de la vocal penúltima:
Barquilleeeeé....

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domingo, 2 de octubre de 2011

UN RECURSO PARA TRABAJAR

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sábado, 1 de octubre de 2011

OPINIÓN ARGUMENTADA: LA PENA DE MUERTE


EL OJO público

 

¿Por qué hay que acabar con la pena capital?


Roberto L. Blanco Valdés, LA VOZ DE GALICIA, 25/9/2011
L a ejecución, el pasado miércoles, de Troy Davis en el estado norteamericano de Georgia, ha vuelto a poner, trágicamente, en las portadas de gran parte de los periódicos del mundo la barbarie que supone que, en pleno siglo XXI, la más antigua democracia del planeta siga manteniendo una pena atroz e infame, que resulta un insulto ignominioso a la civilización y una flagrante violación de la dignidad del ser humano.
En las informaciones que se hicieron eco de esa ejecución se destacaba insistentemente la debilidad de las pruebas que existían contra Davis, un hombre de raza negra condenado a muerte por haber asesinado en 1989 a un policía que estaba fuera de servicio. Aunque, como es obvio, no negaré que tal hecho fuera relevante, la interpretación que de él podría derivarse volvería a poner el tema de la pena de muerte en un terreno del que ya debería haber salido: el de que esa pena es injusta, porque, en caso de error judicial, tal error resulta, si la pena ya ha sido ejecutada, irreparable; o el de que, en realidad, los condenados son, como es verdad en la mayoría de los casos, personas marginadas por motivos económicos, sociales o raciales.
Ahí estuvo centrado durante años el debate sobre la pena capital, como los aficionados al cine saben bien, pues la mayoría de las películas americanas -tantas y tan buenas- que han combatido esa barbarie lo han hecho presentándonos a unos acusados, muchas veces pobres y buena gente, sobre cuya culpabilidad existían dudas, o que no eran más que las víctimas indefensas de un sistema (penal, social, etcétera) profundamente injusto: tales eran, al fin y al cabo, las razones por las que se sostenía que no merecían ser castigados a la pena capital
Hasta que en 1995 Tim Robbins se sentó en la silla de director y llamó a esos dos genios de la interpretación que son Sean Penn y Susan Sarandon para filmar el más hermoso y descarnado alegato que se haya hecho jamás contra la pena capital: Pena de muerte. Sin concesiones al buenismo sensiblero, ni a la demagogia social, Robbins, ayudado por unas interpretaciones de Penn y Sarandon sencillamente estremecedoras, cambia por completo de perspectiva, para contarnos una historia basada en hechos reales: la de un asesino, Matthew Poncelet, que se ve asistido en los días previos a su castigo por una monja, Helen Prejean, que acabará sintiendo un inmenso dolor por la muerte de quien va a ser ejecutado, pero también por la familia de sus víctimas.
Y es que el personaje al que Robbins nos presenta no es ni un buen hombre ni un pobre desgraciado, sino un salvaje que ha cometido un espeluznante crimen porque esa fue su soberana voluntad. Ese elemento clave de la historia queda claro desde que comienza la película, de modo que el durísimo alegato que esta supone contra la pena capital solo procede del hecho de que el Estado no tiene derecho a decidir sobre la vida y la muerte de otros seres, aunque esos seres sean, como era Poncelet, abominables.
La pena de muerte debe ser abolida porque es un resto de barbarie en medio de la civilización. Y debe serlo aunque los condenados a ella no merezcan ni nuestra solidaridad por la posible injusticia que ha podido cometerse contra ellos ni nuestra compasión.






Dejo aquí el comentario sobre la película El verdugo, de Luis Berlanga que nos aconsejó ver la profesora.


Un saludo.


Gema Rodríguez Mollinedo.





José Luis, un empleado de una empresa funeraria, conoce a Carmen, la hija de un verdugo de profesión. Tras ser descubiertos en la cama por el padre de ella, este se ve en la obligación de pedirle matrimonio. Su posterior embarazo es el motivo por el cual se casan. Amadeo, el verdugo, decide jubilarse y presiona a su yerno para que este acepte su vacante y así obtener la vivienda que le ofrece el puesto de trabajo. Éste convencido de que no ejercerá la profesión aprueba esta propuesta, pero nada más lejos de la realidad.

La película gira en torno al tema de la pena capital. Más concretamente desde el punto de vista de los ejecutores y su moral. Destaca la forma en la que el verdugo intenta justificar el modo en el que se ejecuta a los condenados argumentando que en comparación con otros países, el método del garrote vil es indoloro, rápido y eficaz. Pero con los años se ha descubierto que rara vez la muerte era tan rápida e indolora como estos defendían, puesto que la agonía se alargaba a causa de la poca eficacia de este sistema de castigo y los condenados acaban falleciendo a causa de la asfixia.

Es denigrante la frialdad con la que el verdugo trata el tema del asesinato sin importarle estar privándole la vida a ser humano. La moral de este criminal es inexistente y defiende su trabajo asegurando ejercer justicia.

Este trabajo era terrible sobre todo en la época en la que se sitúa la acción puesto que se condenaba a muerte incluso por causas políticas. La pena capital es un acto atroz, pero todavía más si se ejecuta a una persona solo por sus ideas políticas contrarias al régimen de ese país, en este caso contrarias al fascismo.

El yerno por el contrario, parece tener una moral más sólida negándose por completo a ejercer su profesión, pero finalmente termina aceptando. El verdugo asegura que la primera vez que tuvo que ejecutar a alguien, al igual que su yerno, también dijo que jamás volvería a hacerlo. Este ejerció la profesión toda su vida, lo que nos lleva a pensar que con los años se convirtió en un ser mas frío y sin sentimientos al igual que le pasaría finalmente al marido de su hija.



En este vídeo me llama la atención la frialdad con la que la familia trata el tema de la pena capital preguntadole la hija al padre por la talla de la camisa de su marido puesto que los años de experiencia utilizando el garrote lo llevan a tener un amplio conocimiento de esto.









Una de las escenas finales es también muy llamativa porque es la hora de ejecutar al condenado y se puede observar en la cara del joven verdugo el pánico que siente y como finalmente se ve presionado a convertirse en un asesino.








LA PENA DE MUERTE

Comentario enviaado por Anxela Vázquez Cabo 2º BACH- C


La pena de muerte es innecesaria ya que la muerte del criminal no borra el crimen cometido por él, ni el dolor de las familias. Además no existe ninguna persona que tenga el derecho a decidir sobre la vida o la muerte de otra.

De las distintas informaciones a las que tuve acceso pude comprobar que con respecto a la pena capital la sociedad se divide en dos, los que están a favor de esta medida, porque se sienten más seguros con la muerte del delincuente; y los que están en contra, entre los que me incluyo, puesto que una de las finalidades de la justicia es la reinserción social, pero ¿qué reinserción hay en una muerte?

Las sentencias judiciales no deben de ir en contra de los derechos humanos, y uno de los principales es el de la vida, así como el derecho a no ser sometido a penas crueles, inhumanas o degradantes.

Aún siendo una aberración el tener entre las leyes de un país la pena de muerte, todavía hay países que la utilizan para disuadir a las personas de cometer crímenes o delitos, como por ejemplo: Estados Unidos, Guatemala y China.

Como conclusión debo decir que el progreso moral de una sociedad conlleva que así como se ha acabado con tradiciones vergonzosas tiempo atrás muy enraizadas, como la esclavitud, se puede abolir también la pena capital en todo el mundo.




La pena capital, ¿una ley mundial?
Juan Carlos Rodríguez Novoa

Durante los diferentes períodos de la historia mundial no se le ha otorgado una gran importancia al ser humano. Se ha llegado a matar por temas que actualmente no tienen tanta consideración, como puede ser la homosexualidad. No es hasta este siglo, cuando empieza la preocupación por la vida y los derechos humanos.


La pena de muerte es un tema que se pone constantemente en las bocas de los habitantes de países europeos como el nuestro. A veces no se da crédito a que aún siga vigente una ley tan cruel como el castigo a morir. En algunos estados de la gran potencia mundial que es Estados Unidos, sigue en pie la llamada pena capital.

Sin embargo, no todo el mundo está en contra de la nombrada ley. Otras tantas personas piensan que hoy en día hay mucha violencia en el mundo y que miles de cárceles gastan numerosas cantidades de dinero, el cual podría ser destinado a otros servicios, y no a mantener a personas que no servirán para mucho en la sociedad.

Hay que tener en cuenta que aprobar una norma como esta sería dejar en manos del Gobierno la vida de todos y cada uno de los ciudadanos que cometan un error. Muchas presidencias ya no saben manejar un país como para poner en sus manos la vida de un posible inocente.

Estar a favor de la pena capital sería quererla imponer en cada rincón del mundo. Si la pregunta es, ¿debería ser esta pena una ley mundial? Mi respuesta es no. Como tantas cosas injustas en este planeta, las cárceles deberían seguir gastando esas altas cantidades de dinero en mantener a esos posibles delincuentes.