LETRA A LETRA, DOCUMENTO SOBRE LA AUTORA
A continuación, se incluye el prólogo metaliterario que la propia autora preparó para su obra La Tribuna :
Prólogo
Lector indulgente:
No quiero perder la buena costumbre de empezar mis novelas hablando
contigo breves palabras. Más que nunca debo mantenerla hoy, porque
acerca de La Tribuna tengo varias advertencias que hacerte, y
así caminarán juntos en este prólogo el gusto y la necesidad.
Si bien La
Tribuna es en el fondo un estudio de costumbres locales, el andar
injeridos en su trama sucesos políticos tan recientes como la
Revolución de Setiembre de 1868, me impulsó a situarla en lugares
que pertenecen a aquella geografía moral de que habla el autor de
las Escenas montañesas, y que todo novelista, chico o grande,
tiene el indiscutible derecho de forjarse para su uso particular.
Quien desee conocer el plano de Marineda, búsquelo en el
atlas de mapas y planos privados, donde se colecciona, no sólo el de
Orbajosa, Villabermeja y Coteruco, sino el de las ciudades de R***,
de L*** y de X***, que abundan en las novelas románticas. Este
privilegio concedido al novelista de crearse un mundo suyo propio,
permite más libre inventiva y no se opone a que los elementos todos
del microcosmos estén tomados, como es debido, de la
realidad. Tal fue el procedimiento que empleé en La Tribuna,
y lo considero suficiente—si el ingenio me ayudase—para alcanzar
la verosimilitud artística, el vigor analítico que infunde vida a
una obra.
Al escribir La
Tribuna no quise hacer sátira política; la sátira es género
que admito sin poderlo cultivar; sirvo poco o nada para el caso. Pero
así como niego la intención satírica, no sé encubrir que en este
libro, casi a pesar mío, entra un propósito que puede llamarse
docente. Baste a disculparlo el declarar que nació del
espectáculo mismo de las cosas, y vino a mí, sin ser llamado, por
su propio impulso. Al artista que sólo aspiraba retratar el aspecto
pintoresco y característico de una capa social, se le
presentó por añadidura la moraleja, y sería tan sistemático
rechazarla como haberla buscado. Porque no necesité agrupar sucesos,
ni violentar sus consecuencias, ni desviarme de la realidad concreta
y positiva, para tropezar con pruebas de que es absurdo el que un
pueblo cifre sus esperanzas de redención y ventura en formas de
gobierno que desconoce, y a las cuales por lo mismo atribuye
prodigiosas virtudes y maravillosos efectos. Como la raza latina
practica mucho este género de culto fetichista e idolátrico, opino
que si escritores de más talento que yo lo combatiesen, prestarían
señalado servicio a la patria.
Y vamos a otra
cosa. Tal vez no falte quien me acuse de haber pintado al pueblo con
crudeza naturalista. Responderé que si nuestro pueblo fuese igual al
que describiesen Goncourt y Zola, yo podría meditar profundamente en
la conveniencia o inconveniencia de retratarlo; pero resuelta a ello,
nunca seguiría la escuela idealista de Trueba y de la insigne
Fernán, que riñe con mis principios artísticos. Lícito es callar,
pero no fingir. Afortunadamente, el pueblo que copiamos los que
vivimos del lado acá del Pirene no se parece todavía, en buen hora
lo digamos, al del lado allá. Sin adolecer de optimista, puedo
afirmar que la parte del pueblo que vi de cerca cuando tracé estos
estudios, me sorprendió gratamente con las cualidades y virtudes
que, a manera de agrestes renuevos de inculta planta, brotaban de él
ante mis ojos. El método de análisis implacable que nos impone el
arte moderno me ayudó a comprobar el calor de corazón, la
generosidad viva, la caridad inagotable y fácil, la religiosidad
sincera, el recto sentir que abunda en nuestro pueblo, mezclado con
mil flaquezas, miserias y preocupaciones que a primera vista lo
oscurecen. Ojalá pudiese yo, sin caer en falso idealismo, patentizar
esta belleza recóndita.
No, los tipos del
pueblo español en general, y de la costa cantábrica en particular,
no son aún—salvas fenomenales excepciones—los que se describen
con terrible verdad en L’Assommoir, Germinie Lacerteux y
otras obras, donde parece que el novelista nos descubre las
abominaciones monstruosas de la Roma pagana, que unidas a la barbarie
más grosera, retoñan en el corazón de la Europa cristiana y
civilizada. Y ya que por dicha nuestra las faltas del pueblo que
conocemos no rebasan de aquel límite a que raras veces deja de
llegar la flaca decaída condición del hombre, pintémosle, si
podemos, tal cual es, huyendo del patriarcalismo de Trueba
como del socialismo humanitario de Sue, y del método de cuantos,
trocando los frenos, atribuyen a Calibán las seductoras gracias de
Ariel.
En abono de La
Tribuna quiero añadir que los maestros Galdós y Pereda abrieron
camino a la licencia que me tomo de hacer hablar a mis personajes
como realmente se habla en la región de donde los saqué. Pérez
Galdós, admitiendo en suDesheredada el lenguaje de los
barrios bajos; Pereda, sentenciando a muerte a las zagalejas de
porcelana y a los pastorcillos de égloga, señalaron rumbos de los
cuales no es permitido apartarse ya. Y si yo debiese a Dios las
facultades de alguno de los ilustres narradores cuyo ejemplo invoco,
¡cuánto gozarías, oh lector discreto, al dejar los trillados
caminos de la retórica novelesca diaria para beber en el vivo
manantial de las expresiones populares, incorrectas y desaliñadas,
pero frescas, enérgicas y donosas!
Queda adiós,
lector, y ojalá te merezca este libro la misma acogida que Un
viaje de novios. Tu aplauso me sostendrá en la difícil vía de
la observación, donde no todo son flores para un alma compasiva.
EMILIA
PARDO BAZÁN
Granja de Meirás,
octubre de 1882.
Barquillos
Comenzaba a
amanecer, pero las primeras y vagas luces del alba a duras penas
lograban colarse por las tortuosas curvas de la calle de los Gastros,
cuando el señor Rosendo, el barquillero que disfrutaba de más
parroquia y popularidad en Marineda, se asomó, abriendo a bostezos,
a la puerta de su mezquino cuarto bajo. Vestía el madrugador un
desteñido pantalón grancé, reliquia bélica, y estaba en mangas de
camisa. Miró al poco cielo que blanqueaba por entre los tejados, y
se volvió a su cocinilla, encendiendo un candil y colgándolo del
estribadero de la chimenea. Trajo del portal un brazado de astillas
de pino, y sobre la piedra del fogón las dispuso artísticamente en
pirámide, cebada por su base con virutas, a fin de conseguir una
hoguera intensa y flameante. Tomó del vasar un tarterón, en el cual
vació cucuruchos de harina y azúcar, derramó agua, cascó huevos y
espolvoreó canela. Terminadas estas operaciones preliminares,
estremeciose de frío—porque la puerta había quedado de par en
par, sin que en cerrarla pensase y descargó en el tabique dos
formidables puñadas.
Al punto salió
rápidamente del dormitorio o cuchitril contiguo una mozuela de hasta
trece años, desgreñada, con el cierto andar de quien acaba de
despertarse bruscamente, sin más atavíos que una enagua de lienzo y
un justillo de dril, que adhería a su busto, anguloso aún, la
camisa de estopa. Ni miró la muchacha al señor Rosendo, ni le dio
los buenos días; atontada con el sueño y herida por el fresco
matinal que le mordía la epidermis, fue a dejarse caer en una
silleta, y mientras el barquillero encendía estrepitosamente
fósforos y los aplicaba a las virutas, la chiquilla se puso a frotar
con una piel de gamuza el enorme cañuto de hojalata donde se
almacenaban los barquillos.
Instalose el señor
Rosendo en su alto trípode de madera ante la llama chisporroteadora
y crepitante ya, y metiendo en el fuego las magnas tenazas, dio
principio a la operación. Tenía a su derecha el barreño del
amohado, en el cual mojaba el cargador, especie de palillo grueso; y
extendiendo una leve capa de líquido sobre la cara interior de los
candentes hierros, apresurábase a envolverla en el molde con su dedo
pulgar, que a fuerza de repetir este acto se había convertido en una
callosidad tostada, sin uña, sin yema y sin forma casi. Los
barquillos, dorados y tibios, caían en el regazo de la muchacha, que
los iba introduciendo unos en otros a guisa de tubos de catalejo, y
colocándolos simétricamente en el fondo del cañuto; labor que se
ejecutaba en silencio, sin que se oyese más rumor que el crujir de
la leña, el rítmico chirrido de las tenazas al abrir y cerrar sus
fauces de hierro, el seco choque de los crocantes barquillos al
tropezarse, y el silbo del amohado al evaporar su humedad sobre la
ardiente placa. La luz del candil y los reflejos de la lumbre
arrancaban destellos a la hojalata limpia, al barro vidriado de las
cazuelas del vasar, y la temperatura se suavizaba, se elevaba, hasta
el extremo de que el señor Rosendo se quitase la gorra con visera de
hule, descubriendo la calva sudorosa, y la niña echase atrás con el
dorso de la mano sus indómitas guedejas que la sofocaban.
Entre tanto, el
sol, campante ya en los cielos, se empeñaba en cernir alguna
claridad al través de los vidrios verdosos y puercos del ventanillo
que tenía obligación de alumbrar la cocina. Sacudía el sueño la
calle de los Castros, y mujeres en trenza y en cabello, cuando no en
refajo y chancletas, pasaban apresuradas, cuál en busca de agua,
cuál a comprar provisiones a los vecinos mercados; oíanse llantos
de chiquillos, ladridos de perros; una gallina cloqueó; el canario
de la barbería de enfrente redobló trinando como un loco. De tiempo
en tiempo la niña del barquillero lanzaba codiciosas ojeadas a la
calle. ¡Cuándo sería Dios servido de disponer que ella abandonase
la dura silla, y pudiese asomarse a la puerta, que no es mucho pedir!
Pronto darían las nueve, y de los seis mil barquillos que admitía
la caja sólo estaban hechos cuatro mil y pico. Y la muchacha se
desperezó maquinalmente. Es que desde algunos meses acá bien poco
le lucía el trabajo a su padre. Antes despachaba más.
El que viese
aquellos cañutos dorados, ligeros y deleznables como las ilusiones
de la niñez, no podía figurarse el trabajo ímprobo que
representaba su elaboración. Mejor fuera manejar la azada o el pico
que abrir y cerrar sin tregua las tenazas abrasadoras, que además de
quemar los dedos, la mano y el brazo, cansaban dolorosamente los
músculos del hombro y del cuello. La mirada, siempre fija en la
llama, se fatigaba; la vista disminuía; el espinazo, encorvado de
continuo, llevaba, a puros esguinces, la cuenta de los barquillos que
salían del molde. ¡Y ningún día de descanso! No pueden los
barquillos hacerse de víspera; si han de gustar a la gente menuda y
golosa, conviene que sean fresquitos. Un nada de humedad los
reblandece. Es preciso pasarse la mañana, y a veces la noche, en
fabricarlos, la tarde en vocearlos y venderlos. En verano, si la
estación es buena y se despacha mucho y se saca pingüe jornal,
también hay que estarse las horas caniculares, las horas perezosas,
derritiendo el alma sobre aquel fuego, sudando el quilo, preparando
provisión doble de barquillos para la venta pública y para los
cafés. Y no era que el señor Rosendo estuviese mal con su oficio;
nada de eso; artistas habría orgullosos de su destreza, pero tanto
como él, ninguno. Por más que los años le iban venciendo, aún se
jactaba de llenar en menos tiempo que nadie el tubo de hojalata. No
ignoraba primor alguno de los concernientes a su profesión;
barquillos anchos y finos como seda para rellenar de huevos hilados,
barquillos recios y estrechos para el agua de limón y el sorbete,
hostias para las confiterías—y no las hacía para las iglesias por
falta de molde que tuviese una cruz—, flores, hojuelas yorejas
de fraile en Carnaval, buñuelos en todo tiempo.... Pero
nunca lo tenía de lucir estas habilidades accesorias, porque los
barquillos de diario eran absorbentes. ¡Bah!, en consiguiendo vivir
y mantener la familia....
A las nueve muy
largas, cuando cerca de cinco mil barquillos reposaban en el tubo,
todavía el padre y la hija no habían cruzado palabra. Montones de
brasa y ceniza rodeaban la hoguera, renovada dos o tres veces. La
niña suspiraba de calor, el viejo sacudía frecuentemente la mano
derecha, medio asada ya. Por fin, la muchacha profirió:
—Tengo
hambre.
Volvió el padre
la cabeza, y con expresivo arqueamiento de cejas indicó un anaquel
del vasar. Encaramose la chiquilla trepando sobre la artesa, y bajó
un mediano trozo de pan de mixtura, en el cual hincó el diente con
buen ánimo. Aún rebuscaba en su falda las migajas sobrantes para
aprovecharlas, cuando se oyeron crujidos de catre, carraspeos, los
ruidos característicos del despertar de una persona, y una voz entre
quejumbrosa y despótica llamó desde la alcoba cercana al portal:
—¡Amparo!
Se levantó la
niña y acudió al llamamiento, resonando de allí a poco rato su
hablar.
—Afiáncese,
señora... así... cárguese más... aguarde que le voy a batir este
jergón... (Y aquí se escuchó una gran sinfonía de hojas de maíz,
un sirrisssch...
prolongado y armonioso.)
La voz mandona
dijo opacamente algo, y la infantil contestó:
—Ya
la voy a poner a la lumbre, ahora mismito.... ¿Tendrá por ahí el
azúcar?
Y respondiendo a
una interpelación altamente ofensiva para su dignidad, gritó la
chiquilla:
—Y
piensa que.... ¡Aunque fuera oro puro! Lo escondería usted
misma.... Ahí está, detrás de la funda... ¿lo ve?
Salió con una
escudilla desportillada en la mano, llena de morena melaza, y
arrimando al fuego un pucherito donde estaba ya la cascarilla, le
añadió en debidas proporciones azúcar y leche, y volviose al
cuarto del portal con una taza humeante y colmada a reverter. En el
fondo del cacharro quedaba como cosa de otra taza. El barquillero se
enderezó llevándose las manos a la región lumbar, y sobriamente,
sin concupiscencia, se desayunó bebiendo las sobras por el puchero
mismo. Enjugó después su frente regada de sudor con la manga de la
camisa, entró a su vez en el cuarto próximo; y al volver a
presentarse, vestido con pantalón y chaqueta de paño pardo, se
terció a las espaldas la caja de hoja de lata y se echó a la calle.
Amparo, cubriendo la brasa con ceniza, juntaba en una cazuela berzas,
patatas, una corteza de tocino, un hueso rancio de cerdo, cumpliendo
el deber de condimentar el caldo del humilde menaje. Así que todo
estuvo arreglado, metiose en el cuchitril, donde consagró a su aliño
personal seis minutos y medio, repartidos como sigue: un minuto para
calzarse los zapatos de becerro, pues todavía estaba descalza; dos
para echarse un refajo de bayeta y un vestido de tartán; un minuto
para pasarse la punta de un paño húmedo por ojos y boca (más allá
no alcanzó el aseo); dos minutos para escardar con un peine
desdentado la revuelta y rizosa crencha, y medio para tocarse al
cuello un pañolito de indiana. Hecho lo cual, se presentó más
oronda que una princesa a la persona encamada a quien había llevado
el desayuno. Era esta una mujer de edad madura, agujereada como una
espumadera por las viruelas, chata de frente, de ojos chicos. Viendo
a la chiquilla vestida se escandalizó: ¿a dónde iría ahora
semejante vagabunda?
—A
misa, señora, que es domingo.... ¿Qué volver con noche ni con
noche? Siempre vine con día, siempre.... ¡Una vez de cada mil!
Queda el caldo preparadito al fuego.... Vaya, abur.
Y se lanzó a la
calle con la impetuosidad y brío de un cohete bien disparado.
Padre y madre
Tres años antes,
la imposibilitada estaba sana y robusta y ganaba su vida en la
Fábrica de Tabacos. Una noche de invierno fue a jabonar ropa blanca
al lavadero público, sudó, volvió desabrigada y despertó tullida
de las caderas.—Un aire, señor—decía ella al médico.
Quedose reducida
la familia a lo que trabajase el señor Rosendo: el real diario que
del fondo de Hermandad de la Fábrica recibía la
enferma no llegaba a medio diente. Y la chiquilla crecía, y comía
pan y rompía zapatos, y no había quien la sujetase a coser ni a
otro género de tareas. Mientras su padre no se marchaba, el miedo a
un pasagonzalo sacudido con el cargador la tenía quieta ensartando y
colocando barquillos; pero apenas el viejo se terciaba la correa del
tubo, sentía Amparo en las piernas un hormigueo, un bullir de la
sangre, una impaciencia como si le naciesen alas a miles en los
talones. La calle era su paraíso. El gentío la enamoraba, los
codazos y enviones la halagaban cual si fuesen caricias, la música
militar penetraba en todo su ser produciéndole escalofríos de
entusiasmo. Pasábase horas y horas correteando sin objeto al través
de la ciudad, y volvía a casa con los pies descalzos y manchados de
lodo, la saya en jirones, hecha una sopa, mocosa, despeinada,
perdida, y rebosando dicha y salud por los poros de su cuerpo. A
fuerza de filípicas maternales corría una escoba por el piso,
sazonaba el caldo, traía una herrada de agua; en seguida, con
rapidez de ave, se evadía de la jaula y tornaba a su libre vagancia
por calles y callejones.
De tales instintos
erráticos tendría no poca culpa la vida que forzosamente hizo la
chiquilla mientras su madre asistió a la Fábrica. Sola en casa con
su padre, apenas este salía, ella le imitaba por no quedarse metida
entre cuatro paredes: vaya, y que no eran tan alegres para que nadie
se embelesase mirándolas. La cocina, oscura y angosta, parecía una
espelunca, y encima del fogón relucían siniestramente las últimas
brasas de la moribunda hoguera. En el patín, si es verdad que se
veía claro, no consolaba mucho los ojos el aspecto de un montón de
cal y residuos de albañilería, mezclados con cascos de loza,
tarteras rotas, un molinillo inservible, dos o tres guiñapos viejos
y un innoble zapato que se reía a carcajadas. Casi más lastimoso
era el espectáculo de la alcoba matrimonial: la cama en desorden,
porque la salida precipitada a la Fábrica no permitía hacerla; los
cobertores color de hospital, que no bastaba a encubrir una colcha
rabicorta; la vela de sebo, goteando tristemente a lo largo de la
palmatoria de latón veteada de cardenillo; la palangana puesta en
una silla y henchida de agua jabonosa y grasienta; en resumen, la
historia de la pobreza y de la incuria narrada en prosa por una
multitud de objetos feos, y que la chiquilla comprendía
intuitivamente; pues hay quien sin haber nacido entre sedas y
holandas, presume y adivina todas aquellas comodidades y deleites que
jamas gozó. Así es que Amparo huía, huía de sus lares camino de
la Fábrica, llevando a su madre, en una fiambrera, el bazuqueante
caldo; pero, soltando a lo mejor la carga, poníase a jugar al corro,
a San Severín, a la viudita, a cualquier cosa, con las
damiselas de su edad y pelaje.
Cuando la madre se
vio encamada quiso imponer a la hija el trabajo sedentario: era
tarde. La planta rústica no se sujetaba ya al espaller. Amparo había
ido a la escuela en sus primeros años, años de relativa prosperidad
para la familia, sucediéndole lo que a la mayor parte de las niñas
pobres, que al poco tiempo se cansan sus padres de enviarlas y ellas
de asistir, y se quedan sin más habilidad que la lectura, cuando son
listas, y unos rudimentos de escritura. De aguja apenas sabía Amparo
nada. La madre se resignó con la esperanza de colocarla en la
Fábrica. —«Que trabaje—decía—como yo trabajé». Y al
murmurar esta sentencia suspiraba, recordando treinta años de
incesante afán. Ahora su carne y sus molidos huesos se tendían
gustosamente en la cama, donde reposaba tumbada panza arriba ínterin
sudaban otros para mantenerla. ¡Que sudasen! Dominada por el
terrible egoísmo que suele atacar a los viejos cuya mocedad fue
laboriosa, la impedida hizo del potro de dolor quinta de recreo. Lo
que es allí ya podían venir penas; lo que es allí a buen seguro
que la molestase el calor ni el frío. ¿Que era preciso lavar la
ropa? Bueno, ella no tenía que levantarse a jabonarla, le había
costado bien caro una vez. ¿Que estaba sucio el piso? Ya lo
barrerían, y si no, por ella, aunque en todo el año no se
barriese.... ¿De qué le había servido tanto romper el cuerpo
cuando era joven? De verse ahora tullida —«¡Ay, no se sabe lo que
es la salud hasta después de que se pierde!» —exclamaba
sentenciosamente, sobre todo los días en que el dolor artrítico le
atarazaba las junturas. Otras veces, jactanciosa como todo inválido,
decía a su hija:—«Sácateme de delante, que irrita el verte; de
tu edad era yo una loba que daba en un cuarto de hora vuelta a una
casa».
Sólo echaba de
menos la animación de su Fábrica, las compañeras. A bien que las
vecinas de la calle solían acercarse a ofrecerle un rato de palique:
una sobre todo, Pepa la comadrona, por mal nombre señora Porreta.
Era esta mujer colosal, a lo ancho más aún que a lo alto; parecíase
a tosca estatua labrada para ser vista de lejos. Su cara enorme,
circuida por colgante papada, tenía palidez serosa. Calzaba
zapatillas de hombre y usaba una sortija, de tamaño masculino
también, en el dedo meñique. Acercábase a la cama de la impedida,
le sometía las ropas, le abofeteaba la almohada apoyando fuertemente
ambas manos en los muslos, a fin de sostener la mole de su vientre, y
con voz sorda y apagada empezaba a referir chismes del barrio,
escabrosos pormenores de su profesión, o las maravillosas curas que
pueden obtenerse con un cocimiento de ruda, huevo y aceite, con la
hoja de la malva bien machacadita, con romero hervido en vino, con
unturas de enjundia de gallina. Susurraban los maldicientes que entre
parleta y parleta solía la matrona entreabrir el pañuelo que le
cubría los hombros y sacar una botellica que fácilmente se ocultaba
en cualquier rincón de su corpiño gigantesco; y ya corroboraba con
un trago de anís el exhausto gaznate, ya ofrecía la botella a su
interlocutora «para ir pasando las penas de este mundo». A oídos
del señor Rosendo llegó un día esta especie, y se alarmó; porque
mientras estuvo en la Fábrica no bebía nunca su mujer más que agua
pura; pero por mucho que entró impensadamente algunas tardes, no
cogió infragantia las delincuentes. Sólo vio que
estaban muy amigotas y compinches. Para la ex-cigarrera valía un
Perú la comadrona; al menos esa hablaba, porque lo que es su
marido.... Cuando este regresaba de la diaria correría por paseos y
sitios públicos, y bajando el hombro soltaba con estrépito el tubo
en la esquina de la habitación, el diálogo del matrimonio era
siempre el mismo:
—¿Qué
tal?—preguntaba la tullida.
Y el señor
Rosendo pronunciaba una de estas tres frases:
—Menos
mal.—Un regular.—Condenadamente.
Aludía a la
venta, y jamás se dio caso de que agregase género alguno de
amplificación o escolio a sus oraciones clásicas. Poseía el
inquebrantable laconismo popular, que vence al dolor, al hambre, a la
muerte y hasta a la dicha. Soldado reenganchado, uncido en sus
mejores años al férreo yugo de la disciplina militar, se convenció
de la ociosidad de la palabra y necesidad del silencio. Calló
primero por obediencia, luego por fatalismo, después por costumbre.
En silencio elaboraba los barquillos, en silencio los vendía, y casi
puede decirse que los voceaba en silencio, pues nada tenía de
análogo a la afectuosa comunicación que establece el lenguaje entre
seres racionales y humanos, aquel grito gutural en que, tal vez para
ahorrar un fragmento de palabra, el viejo suprimía la última
sílaba, reemplazádola por doliente prolongación de la vocal
penúltima:
—Barquilleeeeé....
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